martes, 21 de octubre de 2008

Árboles rojos


Decidí marcharme. La vida empezaba a pesar mucho, tanto que era imposible cargar con ella. Planeé una huida rápida, sencilla, como el truco de un prestidigitador. Quería desaparecer al doblar cualquier esquina. Mientras esperaba mi turno en el dentista, revisé uno a uno los destinos que me ofrecía aquel catálogo de viajes. Me quedé embobada con las azuladas aguas caribeñas. Una voz me bajó de aquella nube donde estaba absorta. La hora del empaste.
Al día siguiente le pedí a la señora Ira que regase mis macetas y recogiese el correo. Era una danesa jubilada, judía y con más años que un bancal. Lo mejor de ella era su silencio. Cuando alguien es feliz nunca dice nada. La envidiaba. No hacía falta que le dijese donde me iba, sabía perfectamente que, cuando alguien preguntase por mí, lo encantaría de tal forma con su sonrisa y ese té de roca que sólo ella sabía preparar que, al instante, el visitante se olvidaría de mí.
Tomé el avión. No pude pegar ojo. Llegué a La Habana hecha un trapo. Monté en un Cadillac con cara de pocos amigos. Salí con una sonrisa y un hibisco prendido en el ojal. La nieta del conductor me enseñó a descubrir el son de mis labios. Me recomendaron una pensión modesta cerca del malecón. Subí las escaleras tras los pasos de la dueña, una octogenaria unida a un turbante verde menta y a un habano más grande que ella. Qué malas pulgas tenía…, ¡y qué graciosa…! Abrí la maleta sobre la cama, descorrí las cortinas y, con el sabor del mar, empecé a deshacer el equipaje. Siempre llevaba sus fotos conmigo. Él con su cigarro en los labios... Mi pequeño antes de que se lo llevase la enfermedad... La vida se teje y desteje en un instante.

* * *
Dos semanas recordando, son suficientes para un alma. Así que regresé con el mismo equipaje y una semilla. La planté en un dedal. Esa pequeña cigarrera cubana que me la regaló, me advirtió que aquella diáspora no era como el resto. Me dijo que de ella germinaría un árbol rojo.
- ¿Rojo?
- Sí, rojo como las penas de tu alma, encarnado como el fuego de tus pasiones, encendido como la rabia de tu tristeza, y rojo como la penumbra de tu soledad. También será rojo como tus pesares y escarlata como la sombra de la oscuridad. Rojo, únicamente rojo.- Respondió.
Y hoy contemplo el pequeño tiesto de acero donde planté esa simiente, esperando que germine de un momento a otro. Y la riego todos los días con el correr de mis lágrimas.



Ilustraciones: Tan, Shaun. 2006. El árbol rojo. Barbara Fiore: Cádiz.

3 comentarios:

Lucilíndala dijo...

Estoy completamente alucinada con este libro...

Montse dijo...

Ufff no sé si me gusta más el libro o tu entrada...

miriabad dijo...

En lo más profundo, todos necesitamos tener al menos un árbol rojo. No importa lo que haya fuera. Es un viaje interior.
Un abrazo, Román.